Por: Maciel Campos Director Escuela de Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Las Américas.
Mientras muchos individuos, de esos con más de sesenta años, ya piensan en los tranquilos paseos que harán durante su jubilación, Tom salta desde un avión a otro en pleno vuelo, sin arneses especiales ni paracaídas. Cuando un hombre de esa edad entra a una piscina tibia para aliviar sus articulaciones, él está conteniendo la respiración por más de seis minutos bajo el agua, filmando un plano secuencia en un submarino sumergido. Tiene 62 años. Es una estrella de Hollywood, sí. Pero antes que eso, es un mito moderno que ha hecho de sus hazañas, voluntad y arrojo, una narrativa paralela a la de sus personajes. Un metalenguaje de la obsesión y de todo lo que contradice el sentido común.
Hoy, la tecnología cinematográfica permite insertar rostros, pixel a pixel, sobre el cuerpo de un doble joven y entrenado. Pero Cruise no está dispuesto a delegar tal proeza. El actor es su propio doble, su propio productor, y si es necesario, su propio asesor de seguridad. Ya es célebre la anécdota relatada por Matt Damon, quien cuenta que un asesor se negó a permitir que Cruise se descolgara del Burj Khalifa. ¿La solución? Contratar a otro asesor. Uno que estuviera de acuerdo con él.
Nada tan expansivo, tan fantástico, tan elástico, como el cine. Y Cruise lo ha llevado a un plano superior: el del espectáculo real. En una industria saturada de efectos especiales, donde las emociones se simulan digitalmente, él insiste en el vértigo verdadero, en la fuerza de gravedad como coautora de una escena, en el sobresalto como partitura de lo memorable. Cree, como pocos, en las emociones sofisticadas y la originalidad de la toma como el secreto de la perdurabilidad.
Pero no es solo un temerario: también es un estratega. Un filósofo de la tensión. En Cannes, durante el estreno de la última Misión: Imposible – sentencia mortal, dijo: “Antes de correr, debes aprender a caminar, reconocer tus limitaciones y entrenarte para superar los obstáculos”. Es una filosofía que lo llevó, por ejemplo, a aprender a pilotar un helicóptero en mes y medio, cuando el estándar son al menos seis.
“Tengo miedo”, admite. “Pero no huyo de él. No busco lo seguro. Me dedico de verdad a ser competente en todo lo que hago”. Ya sea bajo el agua, en el aire o a la velocidad del vértigo, cada habilidad que aprende no es un capricho, sino una herramienta narrativa. Cada heroicidad tiene un sentido dramático. Cada riesgo, un propósito emocional.
Cruise pertenece a esa casta extinta de los hombres-mito que usaban su cuerpo (Stallone, Schwarzenegger, Willis) o lo usan (Statham, Jonhnson, Reeves) como carta de presentación. Pero él lo hace no desde la fuerza bruta, sino desde la inteligencia física y la voluntad absoluta. Su poder no está en los músculos, sino en su concentración y habilidad mental.
Y así lo vemos: treinta años corriendo por techos, colgado de aviones, saltando desde acantilados, con los tobillos rotos, redefiniendo el temor, desafiando la muerte y filmando escenas que deberían ser imposibles.
Tom, en una de sus últimas apariciones públicas, se asoma desde una camioneta negra de lujo en México. Saluda. Luego se impulsa hacia el techo con la liviandad de una gacela. Se mantiene de pie, elegante, firme, con sus cinco centímetros de taco, abollando el techo sin culpa. Para eso es el productor multimillonario. Para eso es el mito.
Porque si hay algo que Cruise ha entendido mejor que nadie es que, en tiempos donde todo parece previsible, aún hay espacio para el asombro. Y que el verdadero espectáculo, el que queda en la memoria, es el que no puede fingirse.